sábado, 24 de septiembre de 2011

¿QUÉ QUIERES TÚ DE MI? - Roberto Fontanarrosa



Anoche estuvo bien. O estuvo divertido, que es más o menos lo mismo. Lo que pasa es que la idea de Cary era buena. Abrir un boliche para nosotros, para los tipos que andamos rondando los cuarenta o más de cuarenta si me apuran. Un boliche donde uno pueda tomarse una copa con los amigos y escuchar algo de música sin que la música te haga mierda los oídos como en los boliches para los pendejos. O que, llegado el caso, se pueda bailar un poco, algo tranquilo, como para mayores. No sé si boleros, pero algo así. Uno ya no está para el breakdance, por ejemplo, o alguno de esos otros ritmos en los que hay que girar sobre la cabeza, patas arribas en medio de la pista. Y anoche estuvo bien. Por lo que me acuerdo, estuvo bien. Digo por lo que me acuerdo porque a veces, cuando uno se toma unos copetines, o más que nada, mezcla bebidas, ya entra en un territorio donde la memoria se pone difusa,
es como si esa misma bebida se hubiese caído sobre el papel donde están anotadas las cosas que pasaron y hubiera borroneado todas las letras. En verdad, hay partes que no recuerdo. Tipos que dicen haberme visto y yo no recuerdo haberlos encontrado. Gente que jura haberme dicho cosas de las cuales yo no registré un carajo. Me acuerdo de Marisa, del Cary, por supuesto, de Ricardo, de toda la banda de El Cairo, pero no mucho más. Y no es que yo esté en la del Tubo. El Tubo se pone en pedo y al día siguiente aparece diciendo que no se acuerda de nada. Dice no acordarse de dónde estuvo, ni con quién estuvo ni qué hizo. Pero claro, el Tubo se chupa y se pone a bailar arriba de una mesa y hace cagar todos los vasos, por ejemplo. O le toca el culo a tu mujer, sin ir más lejos. Le agarra una teta a la esposa del intendente, en una de ésas. Y al día siguiente te jura que no se acuerda de nada. Claro, le conviene no acordarse porque si la va de lúcido lo cagan a trompadas. Yo no le creo un carajo al Tubo. Pienso que es borracho pero no boludo y se hace el olvidadizo para zafar de la situación. Lo mío no es para tanto. Me olvido de algunas cosas, de algunas caras, pero me acuerdo siempre de pagar, por ejemplo, si ése es el punto. La cagada es que antes me fui a cenar, entonces ahí acumulé unos vinos, blanco para colmo, y después se me mezcló con el champú que me tomé en lo de Cary. Y mezclar es lo peor. Debí haber seguido con el vino blanco en lo de Cary. Pero como era la inauguración había champú a rolete y la cosa me tentó, eso es humano. Me cayó para la mierda porque por ahí se mezcló algún whisky, no lo niego.
Pero en la oscuridad uno no puede andar fijándose en esas cosas. Por suerte no se me ocurrió irme a dormir después de la cena. Habíamos ido a comer con el Peruca y a los dos, porque la verdad es que a los dos, nos pasó lo mismo. Nos agarró una especie de modorra. Máxime que entre la hora en que terminamos de comer y la hora en que la cosa podía empezar a ponerse bien en lo de Cary —digamos las dos, dos y media de la mañana—, todavía quedaba un rato largo y tuvimos que estirar muchísimo la sobremesa. Tanto es así que el Peruca se piró a la mierda. Pero yo me quedé. Se acercó a charlar Ricardo y, café va café viene, se me hizo más o menos la hora de rajarme para el boliche. A mí me entusiasmaba el tema de Marisa, por supuesto. Porque eso es lo bueno de un lugar como el de Cary. Una cosa es charlar un rato con una mina como Marisa en El Cairo, y otra tener el rebusque de poder chamuyar más tranquilito, más reposado, en un lugar con menos luces, con más ambiente de joda, con buena música detrás, como me habían dicho que iba a ser el boliche del Cary. Y yo sabía que Marisa
iba a ir, porque todo el grupo de la flaca Dora ya me había anunciado en El Cairo que iban a ir para la inauguración del Cary. Y el punto era ése: un sitio donde poder hablar un rato mejilla a mejilla. Nosotros pertenecemos a la generación del verso, de eso no hay duda. A la aguerrida generación del chamuyo. Somos de la etapa oral, no de la etapa anal. Hoy por hoy estamos en la etapa anal. Para triunfar hay que tener, más que nada, un buen culo. ¡Incluso los tipos! ¿Cómo puede ser? Tiempo atrás, sincerándonos con el grupo de la Flaca, les pregunté cuáles eran las cosas de los hombres en que más se fijan las mujeres ¡Y casi todas contestaron que en el culo! Eso no pasaba en mis tiempos. A las minas les cagó la cabeza toda esa televisión verdad donde muestran a esos negros brasileños bailando en carnaval, semi en bolas. Y los negros tienen esos culos parados, vibrantes, prominentes. Y ya ellas suponen que todo el mundo tiene que ser así. ¡Y uno que se la ha pasado cultivando la modulación exacta de la voz y el ángulo más convincente de la mirada! ¡Cultivando el espíritu con los poemas de Pablo Neruda! Pero Marisa es de las mías. Al menos así me lo demostró en las conversaciones preliminares en El Cairo. Mina preocupada por el intelecto, que se fija en los ojos, en las manos, en el patrimonio cultural de su interlocutor. Pero que de cualquier forma necesitaba un golpe de horno. Necesitaba del hábitat correspondiente. Necesitaba del lugar para el machuque —como decía el Indio— donde uno pueda hacer un poco de manito, rozar un brazo, presionar con una rodilla, hasta que llegue la ayuda indispensable de Altemar Dutra. Y eso quería ser el boliche del Cary. Aunque se hacía medio el pendejo con el asunto de largar la diversión a las dos de la matina. Casi que me voy a dormir y pongo el despertador para salir de nuevo. Pero la sobremesa larga con el Ricardo en el Dory me permitió seguir de largo y arrancar para lo de Cary a la hora exacta. Cuando llegué ya era un quilombo. Pese a la gente, pese al despelote, pese a que la luz no era la mejor para mis ojos ya cansados y vencidos por la presbicia, pude advertir que el boliche aún conservaba vestigios de lo que había sido antes: un lugar para pendejos. Fundamentalmente —aparte de algunas luces de neón celeste o rosa, o algún efecto estroboscópico— lo que quedaba de pasados horrores era la cabina del discjockey, una especie de burbuja de cristal, casi pegada al techo, medio suspendida sobre las cabezas de todos nosotros y a la cual se accedía a través de una suerte de puentecito metálico que iba a unirse a otros corredores sobreelevados y que corrían, altos y adosados a las paredes, como si fueran pasarelas de alguna vieja fábrica o industria. Y también tuve la inquietante impresión cuando bajaba las escaleras hacia el amplio sótano de que no solo había quedado aquella burbuja vidriada del discjockey, sino que también había quedado el discjockey. Al menos, me recibió una estruendosa música de rock pesado o alguna de esas otras porquerías y no el esperado bálsamo de James Taylor o Carole King, como yo suponía. Pensé que era más que nada una música introductoria y me aboqué a localizar a los muchachos (ya estaban Pedro, el Zorro y el Colo, bastante pasadito) antes de ponerme a
rastrear a Marisa, cosa de no parecer demasiado desesperado. Después sí, pegué una trabajosa vuelta por el boliche buscándola. No era fácil entre la multitud y con la luz escasa, pero la encontré, por supuesto, junto al grupo de la Dora, todas amontonadas en un rincón, en unos sillones sobre los cuales se habían hecho fuertes, explotando la ventaja de llegar temprano. Y ya estaban hinchando las pelotas con salir a bailar. Es increíble cómo les gusta bailar a las mujeres. Y bailar por el solo hecho de bailar. Son capaces de salir a la pista a bailar solas o de bailar entre ellas si se da el caso. Yo siempre he entendido el baile en función de atraque, y creo que el 95 por ciento de los hombres piensa lo mismo. Si no hay un proyecto de seducción no tiene sentido. Hay que entender que no somos cubanos, panameños o colombianos. Esos tipos escuchan el ruido de una licuadora y ya se menean. Están sentados a una mesa, oyen música y empiezan a zarandearse. No es mi caso, me apresuro a dejarlo bien claro. Y es lo que tuve que tratar de hacerle entender a la Dora que insistía, ahí mismo en
arrastrarme para la pista. Y estoy seguro de que en la actitud de la Dora no había ningún tipo de calentura especial —ella se la tiene jurada al Narigón— sino que simplemente tenía ganas de bailar. Yo traté de explicarle que no, que después, que estaba esperando la música lenta, la melódica. Que estaba ansioso aguardando a los Bee Gees y, por supuesto, ella no me entendió un sorete por el quilombo que armaba esa misma música puta que seguía poniendo el guacho del discjockey al que seguramente no le habían explicado cómo venía la mano. Además yo me estaba reservando para Marisa, a la que ya había visto, a la que ya le había dado un beso —en la mejilla— y a la que le había prometido volver un momentito después para estar juntos.
Pienso que ella no me había entendido un carajo bajo el estruendo del hard rock porque fruncía la cara como si le estuviese dando el sol de lleno en los ojos. Pero había entre los dos, aun inmersos en ese tumulto, una energía poderosa y promisoria que nos decía al oído que la de anoche era nuestra noche. Le grité que volvería por ella apenas apareciera Altemar Dutra y su inestimable colaboración. Tal vez cuando Altemar se preguntara aquello de "¿Qué quieres tú de mí?" yo podría darle a Marisa un par de explicaciones convincentes. Cuando me iba para la barra para buscar dos tragos (atento, le había preguntado a Marisa qué quería tomar) me choqué con el Cary que venía medio exaltado porque se había peleado con un mozo. A los gritos le pregunté por el asunto de la música. "Es para que no se me duerman algunos veteranos" me contestó, recuperando su humor. Pero después me explicó que, tal como yo temía, el discjockey había quedado del boliche anterior dado que él no había tenido tiempo de buscar uno nuevo. "Pero ahora subo y le digo" me tranquilizó. "Yo no te digo que ponga a Los
Plateros —le grité al oído— pero si quiere, que ponga algo mucho más moderno, peromelódico, como Joe Cocker". Me solicitó calma con la mano, señalándome luego hacia arriba. "Ahora voy, ahora voy" me repitió, cómplice. Sin embargo, media hora después, ya estando yo instalado al lado de Marisa (que me había concedido un extremo altamente erótico de su propio sillón) tratando de chamuyar algo entendible, el hijo de puta del discjockey seguía en la suya, inclemente. Ahora se le había dado con algo que debía ser de los Guns'n Roses o de alguno de esos otros grupos que uno no sabe cómo se llaman pero que escucharlos es peor que agarrarse los huevos con una morsa. Ya muchos de los muchachos miraban para arriba y señalaban hacia lo alto con cierta efervescencia. Entonces vi, aliviado, cómo la figura alta y desgarbada del Cary transitaba por los altos corredores metálicos dirigiéndose hacia la translúcida cápsula donde estaba la consola. A través de los vidrios lo vi dar un par de órdenes al flaco que se adivinaba adentro. Vi cómo el flaco (enormes auriculares, ruliento y algo narigón) aprobaba con la cabeza. Después Cary volvió a salir por el puentecito metálico. Entonces pasó algo inquietante: tras Cary se asomó un poco el flaco y de un tirón enérgico a las baranditas, elevó una sección del puentecito (que se rebatía hacia la cabina) y dejó aislada su consola del resto del mundo. Luego volvió a refugiarse adentro como diciendo "A mí no me rompan las pelotas". Y dos minutos después, la amenaza se cumplía. Metió unos encadenados de música heavy que te partían el balero. Hasta creo que aumentó el volumen de los parlantes. Fue casi media hora de tortura, de una música espesa, martilleante, que te afectaba desde la base de la nuca y amenazaba con hacerte saltar sangre por la nariz. Todos mirábamos hacia arriba como si estuviéramos esperando una lluvia de centellas incandescentes. Sobre las tres y media ya la situación era insostenible. Yo no había logrado transmitirle a Marisa ni el más mínimo de mis bajos sentimientos y habíamos optado por un mutismo catatónico donde mirábamos a los demás o seguíamos con la mirada los efectos de luces. Hasta que acertó a pasar de nuevo el Cary y la Turca se paró para putearlo. Cary se encogió de hombros, molesto y meneó la cabeza como quien no sabe qué pasa. Miró hacia arriba y empezó a hacer gestos hacia las tinieblas del techo, hacia la azulada luz interior de la cabina. Yo y varios más también nos paramos a mirar hacia lo alto. Detrás de la consola se recortaba la silueta del discjockey con sus inmensos auriculares, como un insecto. Parecía el piloto de un helicóptero suspendido sobre el boliche, estudiándonos como si fuéramos una especie o subraza desconocida. O bien lucía como el conductor de un pequeño plato volador que se hubiese estacionado allí, elevado, con sus extrañas luces multicolores y los reflejos caprichosos que se quebraban en los ángulos metálicos de la construcción ahora aislada al elevarse el puentecito. Nunca podré entender por qué el arquitecto había provisto a la cabina de música de aquella posibilidad de cortar todo contacto con el resto de la humanidad, pero lo cierto es que ya no había posibilidad alguna de que Cary o algún otro exaltado se llegase hasta allí y lo cagara bien a patadas a ese mocoso hijo de mil putas. Sin duda el pibe se dio cuenta de nuestra expectativa y nuestro enojo. Impertérrito, largó con una nueva tanda de esa
música espantosa, tal vez la misma con la que los norteamericanos arrancaron a Noriega de su escondrijo. Y eso ya fue demasiado. Cary giró sobre sí mismo como buscando algo para tirarle intentando atraer su atención, aunque nosotros estábamos seguros de que el flaco nos estaba mirando. Incluso algunos pocos insensatos que se balanceaban mecánicamente en la pista, detuvieron sus ondulaciones y comenzaron a mirar también hacia la cabina, espantados ante la actitud desafiante del muchacho. Cary, luego de empujar aparatosamente a los que se hallaban a su alrededor, desistió de encontrar algún proyectil apropiado y sacó a relucir su propio encendedor para luego arrojarlo contra lo alto. Todos vimos cómo el encendedor sacudió los vidrios frente mismo a los ojos del discjockey, pero éste no se inmutó. Ahora nos estremecía con restallantes temas de Metallica según el informe especializado de otro concurrente, bastante más pendejo que nosotros, quien —pese a su condición de infiltrado— también abrazaba nuestra causa. Ya la guerra estaba declarada. La música diabólica alcanzaba volúmenes nunca registrados por el oído humano. Ya nadie (y éramos cientos) hacía otra cosa que mirar hacia arriba y putear a ese mocoso irreverente. Sólo debajo mismo de la consola,
sobre la pista de baile y desde donde no podía advertirse el bulto oscuro del discjockey, había quedado un claro no cubierto por la gente. Todos trataban de verlo entre las tinieblas y las trazadoras de los focos; todos trataban de gritarle, de pedirle, de rogarle, de exigirle, que la cortara con esa música. Alguien llegó a insinuar que Cary no lo había provisto de la música adecuada. "¡Si yo le traje todo lo de Carpenter!" juraba Cary, a modo de ejemplo, tratando de deslindar responsabilidades y casi al borde de un ataque de nervios. Alguien tenía que hacer algo y el Colo, ya muy en pedo a esa altura de la noche, fue quien lo hizo. "Permiso" solicitó, apartando a quienes lo circundaban, y lanzó, como un balazo, una botella de champán vacía hacia la burbuja vidriada. Sobre el escándalo de la música sonó el estampido de los vidrios rotos y hubo un griterío triunfal entre nosotros. Pero el de arriba no se arredró, parecía tener ojos solamente para el girar de sus bandejas maléficas. Sin embargo, el certero botellazo del Colorado había abierto una brecha importante en el reducto del discjockey y nos sentimos alentados a comenzar a arrojarle todo tipo de cosas, desde ceniceros hasta restos de sandwiches que quedaban en las mesitas ratonas. El boliche se convirtió en un pandemónium y se veían rebotar en los cristales de la consola cucharitas y cubos de hielo que cortaban el aire en elipses brillantes y diríamos, bellas. De pronto, como un resorte, el discjockey se puso de pie, se asomó por su ventanal destrozado y arrojó algo hacia nosotros. Cortó el aire un óvalo negro a la velocidad del rayo y vi caer a una mujer (que no era Marisa) con la frente sangrante. "¡Un disco! —gritó alguien— ¡Tiró con un disco!" Y no sería el único. Pronto arrojó, en estremecedora seguidilla, unos diez más, que dibujaron en el espacio líneas filosas. "¡Al suelo, al suelo!" grité, realmente asustado, como quien anuncia que ha comenzado la orgía. No todos me hicieron caso, pero los que aceptaron la sugerencia zambulléndose sobre la pista, armaron un montón informe de cuerpos y extremidades que aumentaba el caos considerablemente. "¡Son los de Rosamel Araya!" documentó alguien, desde abajo de la pila
humana." ¡Son los que trajo Cary!" chilló otra mina, aún parada pese a que se cubría la cabeza y le corría un hilo de sangre por detrás de la oreja. El riesgo de morir degollado por esa lluvia de discos criminales era considerablemente alto y comprendí, quizás con el coraje que brinda el alcohol, que había que hacer algo ya que el combate entre los de abajo y aquel maligno discjockey de las alturas casi llevaba 20 minutos. Mientras me ponía de pie, decidido, escuché al Ruso decir algo sobre Masada, que no entendí bien del todo. Pasé sobre varios que todavía permanecían cuerpo a tierra y alcancé una botella de whisky que había quedado sobre una de las mesitas. Por suerte, estaba casi llena. Le arranqué con los dientes la tapa plástica. Luego me arrodillé para concentrarme en mi labor y evitar los long-play que seguían surcando el aire como alfanjes. Entonces saque mi pañuelo y lo sumergí hecho un bollo dentro de un vaso alto que estaba medio lleno de un líquido translúcido que supuse gin-tonic. Introduje una de las puntas del pañuelo en la botella de whisky hasta que alcanzara el líquido que aún contenía."¡Otro pañuelo, otro pañuelo!" pedí a los gritos a una despavorida mujer que a mi lado, contemplaba mi frenética conducta sin saber que estaba viendo en acción, a quien fuera el mayor experto en bombas Molotov en aquellos tiempos de los quilombos estudiantiles. Deseosa de cooperar la mujer me alcanzó su pañuelo. Yo lo apretujé, lo hice un guiñapo y con él obturé el pico de la botella dejando salir el otro extremo de mi pañuelo, embebido en alcohol, unos centímetros hacia afuera. Me puse de pie al grito de "¡Fuego! ¿Quién tiene fuego?". A pesar de que el combate contra la burbuja vidriada de la consola continuaba con una virulencia notable, a pesar de que el guacho del discjockey nos castigaba entonces con lo más despiadado del rock duro, a pesar de que los discos del Cary seguían cortando el espacio como letales rodajas mutiladoras, hubo varios exaltados que me acercaron fuego. Con mano temblorosa encendí la improvisada mecha. "¡Háganse a un lado!" vociferé "¡Háganse a un lado!". Sin duda el épico espectáculo de mi figura desmelenada con la botella llameante en la mano logró el milagro. Se abrió la multitud a mi paso permitiéndome llegar hasta bien abajo de la cabina. Apunté hacia los vidrios rotos por el anterior botellazo temeroso de que mi Molotov rebotara en los cristales sanos y volviese a caer sobre nosotros como una bomba. Y allá fue mi obra, entrando limpita por la rotura y perdiéndose en la negrura interior de la cabina. Todos siguieron el reguero de chispas con que dibujó su trayectoria y por último estallaron en un alarido de júbilo cuando la Molotov encontró su destino. Hubo apenas un momento de tensa espera. Luego, una explosión impresionante conmovió el boliche. Los vidrios de la burbuja —y eran muchos— reventaron hacia los costados y cayeron sobre nosotros como una lluvia. Una inmensa voluta de fuego amarillento, como una flor del mal, creció (igual que en las películas) abrazando la consola para reducirse luego a llamas dispersasy rojizas tras resbalar por el techo. Pese a todo (y eso parecía una burla del destino) no cesó la música. Pero entonces ocurrió algo estremecedor. Vimos la figura del discjockey que se ponía de pie, envuelta en fuego. Dio unos pasos vacilantes hacia el abismo y se abatió sobre nosotros destruyendo los pocos cristales que quedaban, convertido en una tea humana y ante nuestros alaridos de pavor y alegría. Cayó muy cerca mío, casi en el centro de la pista y como
si hubiese sido cosa de magia, al mismo tiempo que su cuerpo llameante se estrellaba contra el piso, cesó la música, obediente. Hubo aplausos, saltos de festejo, algarabía y una inenarrable sensación de paz, de tranquilidad, ante la ausencia del sonido. Ahora podíamos oírnos, podíamos trasmitir nuestras sensaciones, podíamos comunicarnos. Para mejor, la explosión con su onda expansiva había devuelto el puente levadizo a su posición original, de un solo golpe. Por él fue entonces Cary a grandes zancadas, a investigar cómo había quedado la consola luego del estallido. En verdad, desde abajo ya casi no podía apreciarse fuego y solo se veía un humo espeso y blanquecino saliendo de la burbuja. En la pista nadie prestó demasiada atención al cuerpo del discjockey, que aún humeaba. Alguien, creo que Chelo, le arrojó un vaso de naranjada, pero no hubo ningún otro atisbo de ayuda, agresividad o encono. Y de pronto, la maravilla, lo inesperado y celestial: la música del bolero invadió el boliche. Un "Ahhh" de extasiada satisfacción nos atravesó de lado a lado cuando Altemar Dutra volvió a preguntarse aquello de "¿Qué quieres tú de mí, por qué estás junto a mí, si todo está perdido, amor?". Busqué a Marisa con los ojos... y me estaba mirando. Nos enlazamos en un abrazo cadencioso y oscilamos lentamente, con cuidado, para no tropezar con el cuerpo del discjockey, que exhalaba un perfume de sahumerio. Pronto las parejas cubrieron la pista y todo fue como era entonces. Después... después el recuerdo se me hace un poco confuso, me olvido de ciertas partes, confundo nombres, tergiverso sensaciones, como siempre me pasacuando mezclo bebidas.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Homenaje a los libros

Copia y pega en tu muro lo que empiece en el 5º parráfo de la pag 56 del libro que estés leyendo en este momento o que tengas mas a mano. No menciones ni el título del libro ni el autor. 

"Leí por ahí que el gran Aristóteles había afirmado que las mujeres tenían menos dientes que los hombres, y que tamaño disparate fue creído, estudiado, memorizado y repetido a lo largo de centurias. Lo mismo el disparate de creer que el hombre tenía una costilla menos, la costilla con la cual dios creó a la mujer. Con estilo ágil e irónico, el texto explicaba que los médicos de entonces, en lugar de contar los dientes y las costillas de sus pacientes, aceptaban esos despropósitos desarrollando inútiles discusiones sobre su significado. Opinaban que el señor, para mantener el equilibrio de la pareja, decidió compensar a Adán por su costilla perdida quitándole un diente a la mujer. Los que presumían de rigor científico aseveraron que, gracias a la falta de una costilla, el varón pudo expandir su caja torácica y adaptar su cuerpo para la guerra y los trabajos de esfuerzo; la mujer, en cambio, al tener menos dientes, al disminuir la fuerza de su mordida, fue perdiendo agresividad y ganando en sumisión."

sábado, 28 de mayo de 2011

LA CONCIENCIA DE LA APARIENCIA - Friedrich Nietzsche




















¡Cuan maravilloso y nuevo a la vez cuán terrible e irónico me siento con mi conocimiento acerca de la totalidad de la existencia! He descubierto para mí que la vieja humanidad y animalidad, que incluso la totalidad de los tiempos primigenios y el pasado de todos los seres sensibles continúa poetizando en mí, amando, odiando, sacando conclusiones –de pronto desperté en medio de este sueño, pero sólo a la conciencia de que precisamente soñaba y de que tenía que continuar soñando, para no perecer: así como el sonámbulo tiene que continuar soñando para no despeñarse. ¡Qué es para mí ahora la “apariencia”! En verdad, no es lo opuesto a una esencia cualquiera -¡qué puedo decir acerca de una esencia cualquiera, sino que sólo es cabalmente el predicado de su apariencia! ¡En verdad, no es una máscara muerta que se pueda colocar a una X desconocida y que también pueda quitársele! La apariencia es para mí lo que actúa y lo viviente mismo, yendo tan lejos en su burla de sí misma como para hacerme sentir que aquí no hay más que apariencia, luces fatuas y baile de espíritus –que entre todos esos soñadores también yo, el “que conoce”, bailo mi baile; que el que conoce es un medio para prolongar el baile terrestre, y que en esa medida forma parte de los maestros de ceremonia de la existencia; que la más excelsa consecuencia e interrelación de todos los conocimientos es y seguirá siendo, tal vez, el medio supremo para mantener en pie la universalidad de las ensoñaciones y el pleno entendimiento de todos estos soñadores entre sí, y también junto a ello, la duración del sueño.

De La Gaya Ciencia

viernes, 27 de mayo de 2011

GREENPEACE: La Gran Estafa Verde




GREENPEACE
La Gran Estafa Verde
por Guillermo Moserrat para Cerdos & Peces













EL PRINCIPAL PROBLEMA QUE ENFRENTA LA HUMANIDAD ES LA DESTRUCCION DE SU MEDIO AMBIENTE Y, EN CONSECUENCIA, SU PROPIA DESAPARICION. SIN EMBARGO, NADIE PARECE ESTAR TOMANDOSE EN SERIO TAL CALAMIDAD. LAS NOTICIAS REFERENTES A LA CONTAMINACION, LA DEFORESTACION, LA EXTINCION DE ESPECIES Y EL DERRETIMIENTO DE LOS POLOS QUEDAN RELEGADAS, EN LOS MEDIOS DE DIFUSION, A INFORMES INTRASCENDENTES. Y SE EXHIBEN COMO UNA MERA CURIOSIDAD EN PROGRAMAS ESPECIALES QUE POR LO GENERAL NO SON VISTOS MAS QUE POR ALGUNOS POCOS, ESPECIALMENTE INTERESADOS EN EL TEMA.









La enorme capacidad depredatoria del ser humano en combinación con su desmesurada tendencia a producir desechos nocivos, ambos males producto de la superpoblación, han llegado a colocar al planeta en un punto tan alarmante que probablemente ya no sea posible lograr su completa recuperación, aun en el caso de que se detuviera, definitivamente, toda forma de agresión a la naturaleza. Pero la inmensa cantidad de gente que se interesa en la lucha por la conservación de los recursos naturales del planeta se encuentra maniatada, confiando con verdadera ingenuidad, y algo de pereza, en los informes e iniciativas de Greenpeace, organización de origen y objetivos, cuando menos, confusos.

Más allá de salvar la vida de una que otra ballena errante con espectaculares procedimientos, esta organización no ha conseguido mas que acentuar la angustia e impotencia de quienes podrían jugar un papel protagónico en una lucha que verdaderamente les interesa, y que actualmente, monopolizada por esta especie de multinacional verde, los deja en la triste situación de inofensivos contribuyentes o “colaboradores", que se limitan a actuar como espectadores de un debate casi burocrático, con la permanente sensación de no estar haciendo absolutamente nada.
La recaudación anual de Greenpeace, a través de donaciones y colaboraciones, alcanza cifras que hacen posible Ia instrumentación de campañas de gran envergadura.
¿Que podemos hacer cuando nos enteramos, sentados frente al televisor, que se está agigantando el agujero de ozono? ¿O cuando somos informados con lujo de detalles sobre la inminente extinción de una especie animal o vegetal? Muy poco. Por Io general nuestra participación en la lucha queda reducida al miserable acto de enviar una colaboración voluntaria. Al mismo tiempo, sabemos que Greenpeace no está planeando emplear nuestra contribución, y la de otros millones de colaboradores, en la formación de grupos armados que enfrenten a los madereros que arrasan las selvas tropicales, o que practique atentados contra los millonarios que multiplican desaprensivamente sus desechos industriales o nucleares.

¿Cuales han sido los grandes logros de Greenpeace? Tal vez el más famoso de todos sea haber conseguido la drástica reducción de la matanza de ballenas, sobre todo por la espectacularidad con que sus procedimientos fueron divulgados.
Sin embargo, si somos crudos y objetivos, no se nos puede escapar que ningún arponero ni ningún capitán se atrevería a hacer fuego desaprensivamente, haciendo casto omiso del riesgo en que pondría su propia carrera, su tripulación, su barco y hasta su país, si frente a numerosas cámaras y abundantes testigos hiciera blanco en un joven mártir. Vale decir, el riesgo era inexistente. Por otra parte, casi todos los productos que se obtienen de la ballena han sido reemplazados por otros de origen sintético, de manera tal que la caza de ballenas no resulta rentable más que para dos o tres países que siguen practicándola.
En cuanto a la batalla de Greenpeace contra la proliferación nuclear cuya finalización se arrogan publicando en los medios gráficos la pretensiosa frase: “Fueron necesarios 25 años de lucha para acabar con los ensayos nucleares", cabe señalar que son muy pocos los que creen que estas experiencias hayan llegado a su fin acosadas por la presión internacional, y mucho menos por la de Greenpeace. Somos muchos los que tenemos la sensación de que las potencias atómicas llevaron a cabo todos los experimentos que consideraron necesarios para averiguar Io que se proponían.

Una vez, es cierto, comandos franceses volaron un navío de Greenpeace, lo cual les otorgó un enorme crédito ante los ojos de la humanidad, pero: ¿No resulta sospechoso que hubiera una sola victima? Un enorme navío atracado en un puerto, que pertenece a una organización internacional que se halla en virtual pie de guerra, es dinamitado. En su interior sólo se encuentra un distraído operador de computadoras. Si vos fueras el capitán de un barco de Greenpeace y te encontraras anclado en un puerto de Francia, país con el que mantuvieras un alto estado de beligerancia, ¿no tendrías la precaución de dejar unos 10 o 20 miembros de la tripulación haciendo guardia? Más aun: ¿no te quedarías a bordo permanentemente atento a cualquier movimiento extraño? Esa pobre víctima del atentado tiene el aspecto de no ser más que las consecuencias de un descuido, alguien que nadie imaginó que podría estar allí. Y el atentado en si, parece el producto de una operación conocida de antemano por ambas partes.
Greenpeace cuenta con un aparato lo suficientemente expandido y económicamente sustentado como para conseguir informarse sobre el origen de los capitales que se dedican a talar el Amazonas. No se trata indudablemente de leñadores aislados, sino de grandes empresas provistas de abundante personal v costosas maquinarias. El origen de estos capitales puede ser detectado y divulgado. De proponérselo, Greenpeace lograría seguir el recorrido de cada uno de los árboles cortados, divulgando el nombre de las empresas que los cortan, las que los acarrean, las que los almacenan, las que los venden al mayoreo y las que finalmente compran la madera y producen con ella artículos de consumo.

Automóviles, Iavarropas y heladeras, muebles, libros y revistas, medicamentos, fertilizantes, productos químicos productos alimenticios y todo tipo de elementos de consumo temblarían ante la posibilidad de ser señalados pública y aparatosamente por el dedo inquisidor de Greenpeace. Simultáneamente, por convicción o conveniencia, todos los medios de difusión se pondrían de parte de Greenpeace, a la vez que populares artistas anunciarían su adhesión, lo que favorecería llevar a cabo importantísimas campañas con costos muy reducidos, y permitiría contar con el aval de la prensa internacional para enfrentar cualquier ataque de los industriales poderosos.
Greenpeace, con su actual comportamiento, ya es objeto de toda clase de sospechas, y hasta nuestros oídos han llegados numerosas versiones que hablan de la incipiente formación de una organización que se le opone, cuyo nombre es Greenwar (guerra verde) y que se propone, mediante procedimientos mas eficaces, acabar con su reinado.


Todo parece indicar que si Greenpeace no comienza a quitarse las telarañas y a encarar una política más activa y frontal, su desaparición (eclipsada por Greenwar) es solo cuestión de tiempo.



Publicado en el Nº 57 de la revista Cerdos y Peces
Enero-Febrero 1998
Buenos Aires, Argentina